Pasó. Me dio Covid-19. Y pensé: soy joven, estoy sana, la voy a librar, no pasará de una gripa pesada. Pero no fue así. Esta es mi historia.
Fue el 30 de noviembre, un día después de mi cumpleaños, cuando mi esposo comenzó a tener síntomas. Una tos que no lo dejó dormir. —Creo que deberías irte al otro cuarto—, le dije. Él coincidió y a medianoche se fue. Temprano acudió al laboratorio para hacerse la prueba. Dos días después, confirmado: dio positivo a Covid-19.
En esos días, yo lo cuidé a distancia. Le llevaba de comer en una charola y se la dejaba afuera de la puerta. Él lavaba sus platos en el baño del otro cuarto. Sus sábanas las cambiaba cada dos días y mantuvo ventilado el espacio todo el tiempo. Yo cuidaba a mi hija de dos años y todo bien hasta que tres días después, el 3 de diciembre, yo comencé con fiebre.
Llevamos a los perros con una amiga. Era imposible estar los dos enfermos, con la niña y con mascotas y trabajo. La fiebre no se me quitaba con paracetamol. 38. 38.5 38.8. Eso y la fatiga extrema. Mi esposo perdió el gusto y el olfato. Yo no. Vino una doctora a casa. A él le mandaron a hacer placas y análisis de sangre, le envió antibiótico y un retroviral. A mí no me mandaron estudios, solo paracetamol y un antigripal. Tres días después de su visita, llegó el resultado de mi prueba de PCR —la cual me vinieron a hacer a casa—. NEGATIVA.
¿Negativa? Pero si tenía fiebre y debilidad extrema. Si me costaba trabajo respirar. Si dentro de mí sabía que algo no estaba bien.
Fue ese momento el último de calma antes de la tormenta, antes de que todo comenzara a ponerse mal. Las fiebres continuaron a diario, mi esposo mejoraba, pero yo empeoraba segundo tras segundo. Él nunca bajó de 95 de oxigenación, y una semana después de mi primer síntoma, estaba en 90. Vino la misma doctora a la casa y revisó mis pulmones. —Estás supermal—, me dijo. —Le pedí que yo no quería irme a un hospital porque tenía a una hija de dos años en casa. Porque no me quería separar de ella. Porque me daba miedo no volverla a ver.
—Tienes hasta 36 horas para mejorar en casa. Si no es así, tienes que correr al hospital —, me dice ella. Pero insiste: —aunque yo recomiendo que te internes ya.
La doctora me inyectó el medicamento —mismo que costó trabajo encontrar, pues los medicamentos comenzaban a agotarse en todas las farmacias. Y también conseguimos con un gran esfuerzo un tanque de oxígeno —prácticamente agotados en todos lados. En cuando sentí el aire en mi nariz, recuperé un poco la fuerza. Pero sin las puntas, me desvanecía. El oxímetro bajaba a 87. Me llamó el tío de una amiga, que es doctor. —Con el tanque de oxígeno que tienes puedes recibir máximo 10 litros por minuto, y por como estás, necesitas 50. Te urge ir a un hospital —.
Después de yo necear con no querer irme de casa, decidí buscar una habitación en un hospital.
Porque, ¿de qué me servía estar al lado de mi hija si no podía dar un paso sola, si no podía ya cargarla, ni jugar con ella, ni siquiera hablar por la falta de aire?
Mi esposo y yo emprendimos la búsqueda, a las 8 de la noche, con la niña en el coche porque no había con quién dejarla (¿cómo dejarle encargada a una bebé con posible Covid a cualquier persona? ¿Cómo exponer así a quienes amamos?).
Hospital 1: No hay espacio. Saturado. Hospital 2: Saturado. Hospital 3: No hay lugar. Y el cuarto, no solo no tienen camas, tampoco tienen medicamentos ni médicos suficientes.
Casi cuatro horas en el coche. Mi oxigenación bajó a 84. Me volví en esos momentos una especie de adicta al oxímetro. Cada diez minutos lo revisaba. Esperaba un 90, pero llegaba a 80 y me desesperaba cada vez más, cosa que no ayudaba, pues el estrés parece ser aliado de este cochino virus.
Regresamos a casa a las 12 am. Me dormí con el oxígeno y mi esposo debió inyectarme. Al día siguiente, no podía ni levantarme al baño sin que se me fuera el aire. Mi esposo fue a cinco sitios diferentes para buscar el material necesario para canalizarme, también escaso en la ciudad. Lo logró, llegó la doctora y me canalizó en el brazo, en la parte opuesta del codo, después de tenerme que picar tres veces y no encontrar una vena. —Es que tus venas están aún más delgadas porque estás deshidratada —.
La doctora comenzó a explicarle a mi esposo cómo inyectar los medicamentos contra el Covid-19 en la canalización. Él tomaba notas y lo veía poniendo toda la atención posible, como si fuera una clase superimportante de la universidad.
Me provocó ternura y admiración su esfuerzo por mantenerme bien, todo mientras llamaba a mil sitios con la esperanza de aún conseguirme una cama.
De repente, una llamada: el conocido de una muy amiga mía (al que no conozco en persona) me consiguió una cama de hospital. Mi esposo le dijo: —¿Y si vamos y siempre no la tienen? —, le pregunta. A lo que él contestó: —Lo único que sé es que quizá es la última oportunidad de Dulce de conseguir una cama —.
Emprendimos el camino. Yo con el suero en la mano, mi hija en la parte de atrás del coche y mi esposo manejando. Llegamos al hospital. Ingresamos caminando porque el estacionamiento está aparte. Me arrastré, como pude, y en cuanto entré vi una silla. Me senté y mi esposo puso la carriola de mi hija al lado. —Acaríciala —, me dijo. La volteé a ver, mi chiquita me sonrió y le acaricié la mano.
—Pase, su esposo hará el papeleo —, dijo alguien. Me moví a rastras hacia la puerta de acceso y sentí una esperanza, pero al mismo tiempo escuchaba los gritos de mi hija que no entendía por qué me alejo de ella. El dolor de pensar que quizá era la última vez me carcomía.
Me quitaron todo, incluido mi celular.
Entré al hospital solo con lo puesto. Después de hacerme análisis de sangre, una prueba PCR y una placa de tórax, me trasladaron de la zona de evaluación respiratoria a un cuarto. Había un teléfono fijo y llamé al celular de mi esposo —bendito que en algún momento me lo aprendí—. Él habló con el doctor; le dijo que mi estado era grave y mi neumonía por Covid, muy avanzada, y que mi pronóstico era reservado.
La peor noche. Al día siguiente, vino el doctor. Me enseñó mis estudios y me dijo que además de que mi placa había salido fatal, mi nivel de inflamación en el cuerpo era excesiva. —¿La voy a librar? —, le pregunté. —No lo sé —, respondió. Jamás había sentido que en verdad podía morirme.
La doctora que iba con él me acarició la frente y me dijo al oído: —Mira, nosotros estamos ya haciendo nuestra parte, ahora tú tienes que hacer la tuya. Tienes que estar tranquila y pasar cuatro horas seguidas boca abajo por una hora de descanso, a diario. Eso ayuda a los pulmones—.
Por el Covid, pasé 12 días en el hospital. Los primeros cinco no tuve mi celular.
No tenía energía ni para ir al baño. Me tenían que bañar en la cama y tuve que usar el cómodo. Pero mi misión estaba clara: mantenerme boca abajo. Me pusieron el oxígeno de alta intensidad —a la más alta intensidad posible—. Se escuchaba como si tuviera el mar en la nariz. La canalización me la tuvieron que cambiar también tres veces, así que los piquetes no fueron pocos.
Mi esposo me enviaba cosas conforme nos daban permiso. Primero, mis lentes. Al día siguiente, un libro. Todo acompañado por cartas de amor y de ánimos. Después, por fin, mi celular. Cuando lo tuve entre mis manos, hice el compromiso de no empaparme de noticias negativas, sino de utilizarlo para leer, escuchar música, escribir y mantenerme en contacto con mis seres cercanos.
Fueron 12 días y noches boca abajo en los cuales decidí que si bien no había un pronóstico positivo, estaba en mí echarle todas las ganas. No podía controlar muchas cosas, pero sí sonreírle a las enfermeras, ser amable, meditar y aferrarme a las pequeñas batallas que día con día iba ganando. Como el primer día que pude pararme sola al baño. O cuando pude caminar por la habitación sin que se me fuera el aire. O bañarme sola y luego, sin tener que sentarme en la regadera.
Comer bien, hacer mis ejercicios de respiración, meditar, tener hábitos —a tal hora me lavaba los dientes, a tal hora me cepillaba el pelo, a tal hora hacía un Sudoku o leía—, me ayudaron infinitamente.
Pero también me ayudó la conciencia de saber que fui una persona privilegiada. Que conseguí un hospital a tiempo y cuento con un seguro de gastos médicos. Que pude tener todo lo necesario para recuperarme, incluido el amor de mi familia y mis amigos. Sin embargo, también todo lo anterior me daba culpa: ¿por qué yo pude tener una cama de hospital mientras afuera había gente muriéndose? ¿Por qué yo sí tengo seguro y tuve la oportunidad de contar con un cuarto, tratamiento, oxígeno?
Superar esa culpa y enfocarme en mí me costó tiempo. Eso y también dejar de pensar que todo iba para mal. Estar con uno mismo en un cuarto pequeño, sin tus pertenencias y sin poder ver a nadie es muy duro, pero también me dio de alguna manera la oportunidad de reconectarme con lo esencial, con todas esas cosas por las que vale la pena vivir. Cada día me aferraba a esos detalles y tenía una lista en mente de aquello que iba a hacer cuando me dieran de alta.
- Comer un pastel de chocolate.
- Cargar a mi hija.
- Bailar sola.
- Abrazar a mi madre.
- Besar a mi esposo.
- Pasear a mi perro.
- Cantar a todo volumen mi canción favorita.
- Beber una copa de vino.
- Nadar en el mar.
- Reír como tonta con películas bobas.
- Caminar. Moverme. Respirar.
Me dieron de alta un día antes de Navidad, y fue como ir de un encierro a otro debido a que salí en pleno semáforo rojo.
A la fecha no he visto a mis papás, hermanos y amigos, y puedo decir que es lo que más extraño. Pero mi hija ya me perdonó luego de haberme ido sin que ella entendiera el porqué, y mi esposo y yo estamos haciendo todo por mejorar nuestra condición física tras la enfermedad. Las secuelas del Covid: sabor amargo en la comida, insomnio, mal humor y sobre todo, una fatiga crónica de la cual aún no me repongo. En dos meses debo revisar mis pulmones, pues es probable que hayan quedado con lesiones. Quiero pensar que no habrá fibrosis y que todo quedará en un mal recuerdo.
No sé en dónde me contagié, pues salí contadas veces y por motivos de trabajo. Sobreanalizarlo es nocivo. Lo que sí puedo decir es que a nivel emocional aún sigo luchando con el miedo de volver a pasar por el Covid. Además, no dejo de pensar en todas aquellas personas que han perdido a alguien amado y no se han podido despedir; que no consiguen el tratamiento debido o que perdieron su propia vida en la batalla de este tramposo virus que no tiene reglas. No dejo de pensar en los enfermeros y doctores que arriesgan a diario su vida y a sus familias por salvarnos a nosotros, mientras muchas personas aún no “creen en la enfermedad” o hacen fiestas como si fuera algo normal.
El Covid-19 te puede dar como una gripe, puede ser asintomático o te puede llevar al hospital.
En los casos más graves, deben intubarte o de plano, se queda tu vida en el camino. Es una ruleta rusa. Yo tuve suerte, pues aun cuando la pasé fatal, sobreviví. Sin embargo, antes de contagiarme, pensaba que en caso de enfermarme la libraría sin problemas, con 35 años y con una vida activa y sana, ¿qué podía complicarse?
No demos por sentado que nuestro estilo de vida nos asegura un contagio asintomático. Hay adultos mayores que han sobrevivido al virus sin grandes complicaciones y hay jóvenes de 30 que han fallecido por él. Seamos prudentes, responsables, usemos cubrebocas y, en la medida de lo posible, quedémonos en casa. Ya habrá tiempo. Ya lo habrá…