Nuestra columnista Violeta Verdú reflexiona sobre el feminismo y el movimiento púrpuras tras un mes del 8 de marzo, Día internacional de la mujer.
No hay humo, ni brillantina, ni carteles, ni lonas repletas de caras con nombres. No hay púrpura ni en las fotos de perfil de Facebook, ni en el feed de Instagram. Ya hemos quitado los marcos, o esa imagen temporal. Ya no se lee “Yo sí te creo”, “8M”, “Lo vamos a tirar”.
Tiene ya un mes que se bajó el fervor mediático por la conmemoración del Día internacional de la mujer. El 8 de marzo, en el que la sobreinformación –característica tan propia de estos tiempos- se volcó sobre el asunto como cada año: con fotos, con infografías, con historias, con memes, con frases, con posturas a favor, con posturas en contra, con devotos de crear polémica sobre la polémica; con radicales diciendo “no nos feliciten” (a mí sí felicítenme el día del año que quieran por la razón que gusten, que eso en mi caso, siempre es bienvenido); con gritos, con marcos, con colores.
Me pregunto entonces si todo el ruido que hay en torno a esa día no es más que eso: un crujir mediático que al otro día será basura acumulada en contenedores y que entonces, la lucha que por 24 horas fue de todos (o de muchos); hoy vuelve a ser nada más de un sector de la población que, desde su trinchera, en mayor o menor medida debe pagar más cara la cuota de vivir en esta tierra por el simple hecho de haber nacido mujer.
Se habrá desteñido la fiebre púrpura, pero lo demás sigue igual. Seguimos, todos de una u otra forma, siendo partícipes de esta cultura en la que siempre acabaremos en desventaja.
Yo sé y entiendo, que el choque de generaciones ha fomentado tremendas rencillas, porque muchos no entienden –no entendemos, pues- que lo que antes resultaba un mero piropo hoy puede ser considerado acoso; que lo que antes era “normal” hoy se considera discriminación; que un comentario inocente hoy puede tornarse sexista.
Y salen entonces, en primera fila los grupos de radicales, de uno u otro bando, a intentar plantar su postura como la única y verdadera. Pienso, a título personal, que estas tendencias no funcionan; pero reconozco, también que son producto de lo que todos hemos creado. La intolerancia, pues, no es gratis.
¿Qué sería entonces lo que a mí, que hablo desde mis privilegios, que primero, sigo viva e intacta, que he podido trabajar en ambientes donde mi condición de mujer no sea un condicionante, que tuve acceso a la educación, a un nivel de vida que me permitió desarrollar un criterio propio, lo que me toca hacer para entender que el púrpura debería ser un estilo de vida?
Podría fácilmente decir que las feministas no me representan; pero echándome un clavado en los libros de historia, entendería que no me representan hoy porque muchas me representaron antes de nacer. Porque esas liosas revoltosas histéricas pelearon por mis derechos; para que pudiera votar, vestirme como quiera y decir lo que me venga en gana.
Siendo así, no me queda más remedio, para no ser parte del problema, que deconstruirme, que cuestionarme las veces que sean necesarias si lo que estoy pensando es legítimo o viene desde todas esas creencias que mis comodidades me han permitido ir adhiriendo a lo largo de mi vida.
Y entonces, aún en esta burbuja, si volteo a ver, me doy cuenta que todavía hay montones de hombres y mujeres que tachan de puta a aquella que no tiene pudor por llevar una vida sexual activa, con o sin pareja; que pueden calificar a una mujer por su forma de vestir; todavía hay los subnormales que dicen “a los hombres también nos matan”, o “por qué no hay tanto alboroto el día del hombre”.
Todavía, todas nosotras tenemos que pensar bien antes de manifestar una emoción o un disgusto, “no nos vayan a tachar de locas”; tenemos que ser prudentes a la hora de poner límites “porque esas no son las formas”.
Tenemos que trabajar el doble para ganar la mitad; y para gastar más del 30% en artículos de uso cotidiano –los invito a que googleen el término “el impuesto rosa” para que vean de que hablo-, todavía hoy habrá quien nos diga que es mal humor se debe a que estamos en nuestros días, en mi caso, el único hombre que tiene autorización para decírmelo es mi amigo Gabriel, por la simple razón de que me conoce, me respeta como persona y sabe que decírmelo, lejos de ser un acto de machismo, no es más que un acertado comentario debido a mis cambios de ánimo, esos de los que todas somos víctimas por las hormonas, pero que no nos restan el derecho a decir lo que creemos y merecemos.
Entonces, ¿qué debemos hacer para no olvidar el púrpura?
Pues eso: plantearnos en un acto íntimo, todas aquellas cosas que cotidianamente hacemos y decimos; reconocer la época en la que estamos y las necesidades propias, reeducarnos para educar a los que vienen; y aceptar que dentro de cada uno de nosotros vive un pequeño macho dispuesto a sacar la carta de “típico de las viejas” cuando la situación lo amerite.
Creo que hasta que no se dejen de matar mujeres; hasta que las mujeres no tengan los mismos derechos y el mismo acceso a los privilegios que los hombres, el púrpura, no tiene que ser el color de la prenda un día al año; sino un legítimo estilo de vida, que nos haga poco a poco entender que otorgarnos igualdad de condiciones es no solo bueno, sino necesario para todos.
En este reconstruirme de las ideas aprendí también que empatía no signifiica simpatía: no podemos caer en el juego romántico –y hasta tóxico- de que todas nos queremos y nos adoramos por ser mujeres. Lo que debemos entender es que incluso quien nos cae mal, tiene derecho a una vida digna; y en caso de romper las leyes, debe ser juzgada de igual manera.
Tenemos que teñirnos de púrpura la mente para que un día, el 8M no sea más que el recuerdo de un movimiento que por fin, valga la redundancia, llegó a su fin. Con esto no quiero decir que deberíamos de inundar el mundo de tonos morados todos los días, sino que debemos de trabajar para desteñir el rojo. Y sí, a ti que dices que no es tu asunto, te aviso: es chamba de todos.
¿Qué mito vas a derribar hoy?
Sobre la autora:
Violeta Verdú (Ana Victoria Taché) es escritora y periodista. Cuenta con más de 30 años de trayectoria en los medios de comunicación mexicanos; fue directora de la revista Cosmopolitan México y Latinoamérica, y la voz de la columna Tacones cercanos. Además, es autora del libro Confesiones de una dama malportada. Puedes leerla en su página, vioverdu.com.
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